Arcilla
y barro
Erase una vez un
alfarero que hacía vasijas de barro, cada una era particular e irrepetible.
Modelando cuidadosamente la masa de arcilla que giraba sobre el torno,
traía
a la existencia la idea que había diseñado en su imaginación. Después de
cocerlas en el horno las colocaba en baldas y las contemplaba una y otra vez,
regodeándose en sus obras. Las cambiaba de sitio de vez en cuando, les quitaba
el polvo y hablaba con ellas. Un día de inspiración fabricó un magnífico botijo
regordete y gracioso. Mientras esperaba para meterlo en el horno, entró una
ráfaga de viento y una tabla, que estaba mal apoyada en la estantería, resbaló
y cayó encima del botijo aún fresco, quedándose deforme y feo. Pero el alfarero
en vez de tirarlo, lo miró y le descubrió una gracia especial, le cogió aprecio
y pasó a ser su botijo preferido. También hizo un jarrón alto y esbelto con
cenefas y grecas de bellos colores. Y después modeló un recipiente singular;
más hondo que un plato, pero más bajo que un cuenco, aunque no llegaba a ser
tampoco un vaso. Vamos, una vasija multiusos sin finalidad concreta. Y lo coció
junto a las otras vasijas.
A los pocos días entró en la tienda un cliente con
intención de comprar un recuerdo para llevar a su familia y después de observar
todas las vasijas detenidamente, se decidió por el colorido jarrón. El alfarero
se despidió de su jarrón deseándole lo mejor mientras lo envolvía
cuidadosamente para entregárselo a su cliente. Cuando ya salía de la tienda vio
el cuenco y pensó que le haría buen papel a su mujer en la cocina y también lo
compró. El botijo miraba a sus compañeros con envidia y pena. El alfarero al
ver a su pobre botijo le dijo al cliente:
–Como me ha comprado dos vasijas le regalaré este
gracioso botijo.
–¡Pero si está deforme! –contestó el hombre.
–Sí, pero es especial, no hay otro como este.
–Bueno, como dice el refrán: “a caballo regalado no le
mires el diente”. Bien, me lo llevo –y salió de la tienda con las tres vasijas.
El jarrón quedó colocado sobre la mesa de la cocina con
unas preciosas flores. El cuenco iba cambiando de un lugar a otro según lo
utilizaban para poner frutos secos, recoger las migas de la mesa o las
peladuras de las patatas. Y el pobre botijo quedó arrinconado en una esquina de
la alacena, pues no servía para mucho; era deforme y no podía mantener fresca el
agua. El jarrón se sentía orgulloso, era bonito y lo habían colocado en el
lugar más destacado. Dirigiéndose al botijo que miraba tímidamente hacia el suelo, le dijo con
hilaridad:
–Oye botijo: ¿Cómo se ve la vida desde ese rincón? Yo
desde aquí lo contemplo todo estupendamente ¡Qué pena me das! No sirves para
nada y eres muy feo. Mírame a mí. Soy muy colorido y me han engalanado con
flores. Esto sí que tiene mérito.
El botijo se encogió aún más intentando defenderse, pero
sabía que el jarrón tenía razón y que el
único que le miraba con afecto era su alfarero, que ahora ya no estaba
presente. El cuenco salió en su defensa:
–Oye, no te metas con mi amigo. Tú serás colorido pero
eres un vulgar jarrón, en cambio mi amigo es único. Mira qué hendidura tiene en
el lado derecho. No creo que encuentres otro como él. Si vuelves a insultarle,
te las verás conmigo.
El jarrón se calló enfadado y el botijo agradeció al
cuenco que le hubiera defendido con una media sonrisa, pues hasta eso le salía
torcido.
Pasaba el tiempo, el jarrón se hacía cada vez más
engreído pensando en las cualidades que tenía, sólo hablaba de él y lo bonito
que era. Llegó a hacerse insoportable y los otros ya ni le escuchaban. El
cuenco se empezó a cansar de que le utilizaran para casi todo y de no tener,
según él, una función digna de una vasija. Llegó a la conclusión de que lo que
le gustaba de verdad era llevar la contraria y ser libre; poder elegir su propia
misión. Así que, cuando le dejaban con un puñado de almendras sobre la mesa, se
daba la vuelta y las almendras quedaban debajo. Lo peor era si le ponían algún
líquido, pues aparecía desparramado y el dueño de la casa se enfadaba porque lo
tenía que limpiar. Pero el cuenco se divertía y le hacía reír al botijo que le
miraba desde su esquina sin decir nada.
Un día el botijo le preguntó al cuenco:
–¿Por qué no dejas que te utilicen para poner cosas?
–Porque quiero ser yo mismo, estoy harto de que me usen
para lo que quieren los demás. Yo quiero hacer algo original.
–Pero si ya eres un cuenco original. No te das cuenta de
que así no sirves para nada y se van a cansar de ti y te abandonarán como a mí
en un rincón. Pues a mí ya me gustaría que me llevaran de aquí para allá y me
tuvieran en cuenta. De mí ya no se acuerdan ni para quitarme el polvo.
El cuenco escuchando las palabras de su amigo decidió
cambiar y dejarse usar sin poner resistencia, así llegó a convertirse en el
utensilio más imprescindible de la casa. El jarrón no tuvo tanta suerte; un
día, el perro de la familia entró con tanta furia a la cocina que tropezó con
la pata de la mesa y lo hizo caer al suelo rompiéndose en varios trozos. Los
dueños pegaron las piezas, pero se quedó desportillado. Pensó que ya no iba a
servir para nada y lo tirarían a la basura, pero le pusieron unas flores y lo
colocaron en la alacena con la grieta y la muesca del borde hacia la pared,
cerca del botijo. Este gesto le hizo reflexionar y cambiar de actitud. Desde entonces
se le bajaron los aires de grandeza, se volvió más discreto y agradecido y
comenzó a tratar al botijo con más simpatía.
Pasado el tiempo, invitaron a comer a un amigo de la
familia que tenía una galería de arte. Se fijó en el botijo y se interesó por
él, le pareció maravillosamente único. Ofreció una alta suma de dinero para
exponerlo en su galería, donde la gente podría admirar su original belleza y se
lo llevó con él.
En la galería de arte el pobre botijo se sentía muy solo
sin sus compañeros. Un día, entre la gente que le contemplaba, descubrió los
ojos de su alfarero que le miraban con la ternura de siempre. El alfarero sonrió
y orgulloso de su obra maestra, comenzó a visitarlo a diario, lo que alegró
profundamente al pobre botijo defectuoso.
FIN
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